Desde sus orígenes como institución, la Iglesia Católica pretendió imponer su moral a una sociedad donde el paganismo estaba fuertemente implantado. Pero alterar tradiciones y costumbres con siglos de existencia no fue labor de un día, y modificar hábitos tan enraizados como el de una sexualidad sin prejuicios, un objetivo condenado muchas veces al fracaso.
La repugnancia de la Iglesia Católica hacia todo aquello que pudiera significar goce de los sentidos era una de las consecuencias de su fe ultraterrena. El cuerpo es la cárcel del alma, y la sexualidad desviaba la atención del hombre de su único y verdadero fin: salvar ese alma. Por el contrario, el paganismo había edificado una civilización de corte hedonista que hacía de la actividad erótica un componente esencial de sus ritos. La prostitución sagrada, la «hierogamia» como la llamaban los griegos, era practicada sin complejos entre los pueblos antiguos, hasta que el monoteísmo judeocristiano cambió radicalmente de orientación la relación del hombre con lo sagrado. Desde ese mismo momento, el placer físico dejó de ser el vehículo de contacto con lo divino. A las liberales costumbres paganas en materia sexual, le sucedió en el período cristiano un puritanismo beato obligatorio que afectaba, aunque en diferente grado, a clérigos y laicos. Para someter la conducta de sus fieles la Iglesia elaboró los «penitenciales», un listado de instrucciones que especificaba cómo y cuándo estaban permitidas las relaciones eróticas y los castigos para quien se excediera.
Sin embargo, y muy a su pesar, la Iglesia tuvo que hacer renuncias y cesiones si quería culminar su proyecto religioso totalitario; renuncias parciales en lo formal, manteniendo lo esencial del dogma. Para facilitar esta política se confeccionó un calendario de festividades cristianas solapadas a las paganas, de tal manera que los dioses y héroes grecolatinos se reconvirtieron en santos y mártires católicos. El Cristianismo se apropió de multitud de características de cultos anteriores al suyo. Sin ir más lejos, el nacimiento de Cristo se hizo coincidir con el solsticio de invierno, porque en esa fecha se celebraba el nacimiento de Mitra, divinidad persa que también prometía redención y salvación. En el relato de Lucas pueden incluso detectarse reminiscencias budistas; Buda también nació de una reina virgen, cuyo cuerpo inmaculado había sido invadido por un rayo de luz celestial. Herodoto cuenta que la madre de Apis había sido igualmente concebida por un rayo de sol. La Isis egipcia sostiene en su regazo a su hijo Horus exactamente igual a como María lo hace con el Niño-Dios. En pleno siglo III (como refiere un comentarista de entonces) la diferencia entre paganos y cristianos en Egipto era prácticamente nula: «los que se llaman obispos cristianos son también adoradores de Serapis». Incluso adornos y objetos asociados al culto cristiano proceden del paganismo. Detrás de la tiara pontifical está el «pschent» faraónico; el cayado de Osiris se convirtió en el báculo obispal; el cielo estrellado de Isis pasó a ser el manto de la Virgen. Los ejemplos pueden multiplicarse hasta la saciedad.
En los albores del siglo X se produjo en Europa un notable despegue económico, acompañado de una serie de modificaciones en las relaciones sociales que historiadores de la talla de Georges Duby no han dudado en calificar como de «revolución feudal». Al calor de esta múltiple revolución técnica, económica, política e ideológica, Occidente se llenó de templos. Durante prácticamente cuatro siglos se erigieron sin interrupción miles de edificios religiosos y militares. Como recuerda Le Corbussier, en ese lapso de tiempo se acarreó y labró un volumen de piedra superior al de los cuatro mil años del Egipto faraónico.
Un esfuerzo constructivo tan asombroso, fue causa y efecto a un tiempo del extraordinario enriquecimiento de la Iglesia. En sus templos se atesoraban reliquias que atraían a miles de fieles. No había entonces núcleo de población, por humilde que fuera, que no contara con una iglesia o ermita con su correspondiente reliquia (la Sexta Cruzada se organizó con el poco edificante objetivo de saquear las reliquias de Constantinopla y repartirlas en Occidente).
- Fuente: http://www.logiacondearanda.org (Revista La Acacia # 15)
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