En la antigüedad, el hombre no tenía la visión científica tal como la concebimos hoy; producto de la iluminación y el método científico. Sin embargo, el hombre desde siempre trató de explicarse el Universo donde habitaba. Es así como desde la visión de Ptolomeo, lógica por demás en su época; todo se observaba girar alrededor de la Tierra, con lo que este llegó a la conclusión de que la Tierra debía ser el centro del Universo, lo cual es armónico, pues se corresponde con la percepción inmediata y no enfrenta el hecho contra lo que se percibe; además de que la historia sagrada y la mitología refuerzan este pensamiento.
Muy por el contrario es el pensamiento científico moderno, que basa su avance en la duda y la confrontación del hecho contra lo percibido. Esta razón primera o visión primera, apoyada en la percepción del fenómeno, generó toda una estructura de comprensión del Universo, que además hacía al hombre consiente de la armonía existente, pues no luchaba en contra del hecho percibido, lejos de esto, lo explicaba desde la postura, casi ingenua, propia de la conciencia de que había una unidad enorme; de la cual el hombre no era otra cosa que un elemento más. El hombre en la antigüedad era consciente de su minusvalía ante la inmensidad del universo.
El ejemplo de Ptolomeo permite apreciar rápidamente el pensamiento antiguo, que procedía desde mucho antes de él y aún después de él perduró por más de 1.000 años, no en la pretensión de que con él comience o finalice una manera de ver las cosas; lo cual si sucede con Galileo, pues la percepción de que la Tierra no era el centro del Universo, y que todo se movía, en particular la Tierra; no es producto de la experiencia sensorial, sino mas bien producto del entendimiento, en pocas palabras Galileo no observó la Tierra girando alrededor del Sol, o girando sobre su propio eje, lejos de percibirlo con los sentidos lo entendió así y esto es ya una manifestación de la razón segunda, que permite inferir e inducir conocimientos nuevos, lejos de la impresión que causa la observación del fenómeno.
La ciencia de entonces, no estaba dividida por temas, como es ahora. Ella era una unidad toda y sus partes eran artes y oficios que se interconectaban y convivían con el hombre sin diferenciación clara ni discordia. Todo esto por el simple hecho de que la ciencia no hacía otra cosa que explicar el fenómeno desde la percepción, sin otra herramienta para lograrlo, que las propias capacidades humanas. Podríamos decir que, el uso de los sentidos era lo común y que el arte en el oficio derivaba de lo sensible y armónico que el hombre podía llegar a ser, según sus aptitudes, vale decir, según su cualificación.
Puestas así las cosas, las estrellas y los cielos, para el hombre de entonces, configuraban un mundo superior (como físicamente se observa); un mundo inalcanzable pero observable, pues sentía él, que los cielos eran una ventana abierta por la que podía escudriñar y que por estar abierta, sus emanaciones, indefectiblemente lo afectaban. La Astrología no es más que un intento del hombre de explicar esa emanación que recibimos de ese distante mundo y que por su configuración no podía ser evitada, mucho menos cuestionada. No en balde, en los primeros versículos del Génesis, Dios coloca dos luminarias en los cielos, para que den luz al mundo, una para el día (el Sol) y una para la noche (la Luna, que hoy sabemos que su luz no es más que un reflejo de la luz del Sol), para entonces diferentes y con emanaciones distintas.
Día y noche, luz y oscuridad, actividad y pasividad, hombre y mujer, sabiduría e ignorancia, en una palabra dualidad, así es una primera división del mundo y así también es una primera división de la Astrología, signos del día y signos de la noche, según el caso. El Sol en su tránsito del año marca cuatro estaciones en el mundo; una muy cálida, el verano propio del fuego, una muy lluviosa, el otoño propio del agua, una del frio y la oscuridad, el invierno, propio del aire y una del deshielo y de la germinación de la tierra, la primavera, propia de la Tierra. Dos estaciones densas y dos sutiles, dos elementos densos y dos sutiles, en correspondencia con la dualidad, dos estaciones del día y la actividad y dos de la noche y el letargo, la pasividad.
Así la Astrología divide el ciclo, primero en dos, día y noche y luego en cuatro, las estaciones; la primera división equivale a actividad y pasividad, la siguiente división al objeto de esa actividad o pasividad, es decir, una primera estación activa que despliega la fuerza vital, luego una activa que rinde el fruto de esa energía iniciadora y enseguida el ciclo de oscuridad que en una primera estación pasiva ofrece y entrega los frutos y una segunda estación pasiva que despliega su poder en la potenciación y descanso reparador que nos prepara para el siguiente ciclo de actividad.
Se describe así, un pulso, una onda una cresta y un valle en la onda. Al pulso sigue el ascenso, la cúspide, el descenso, nuevamente un punto en equilibrio, continuando el descenso hasta el valle para luego comenzar a subir nuevamente; así ha sido y así seguirá siendo; pues siendo esto del mundo superior, el hombre está imposibilitado de intervenirlo, su límite es la interpretación, la observación del suceso. Pero de la lectura aprendemos y es así como el hombre por analogía comprende que siendo él parte del Universo está montado en esa onda y por tanto se ve influido por ella.
Hasta aquí una rápida, alegre y distendida lectura del Sol y su ciclo anual, la luminaria del día. Pero nos es necesaria la luminaria de la noche, que también deja su influjo sobre nosotros, la una por emanación directa, la segunda por emanación reflejada, la una por acción, la otra por potenciación. Al estudiar su comportamiento, por la razón primera la vemos también en cuatro fases que al sumarlas, coinciden con 28 días casi coherentes con el mes del año, consistentes con la menstruación, la luminaria hemos dado en llamarla Luna, la Luna, femenino y el otro el Sol, masculino, de nuevo la dualidad y vemos como en cada ciclo solar de los cuatro elementos se suceden tres ciclos lunares completos, que parecen indicar una entrada en el elemento, una cúspide o punto más álgido y una salida del elemento y con ella la disposición de cambio hacia el siguiente. Formamos así, en el ciclo solar 12 periodos, tal como los 12 meses del año, tres en cada elemento y 6 en la dualidad del día y 6 para la noche, lo que es lo mismo, 6 activos y 6 pasivos.
Llegados hasta aquí tenemos un ciclo solar dividido en dos (la dualidad), que a su vez se dividen en dos para formar cuatro periodos del año (las estaciones y los elementos de la alquimia) que al unirse al ciclo lunar forman 12 periodos (los 12 signos zodiacales), tres para cada elemento o estación, siendo en estos uno cardinal (de entrada), uno fijo (de máximo esplendor) y uno mutante (de salida o de cambio) además de que, de los 12 así dispuestos, han quedado 6 diurnos y 6 nocturnos. Así entendido el ciclo anual, tenemos signos activos y signos pasivos, signos de tierra, signos de agua, de fuego y de aire (3 en cada caso) que denotan por el elemento una característica general; así, un signo diurno y de fuego, deberá ser activo y apasionado, mientras que uno de tierra y nocturno, deberá ser pasivo frio y calculador. Finalmente, en cada uno de los tres signos del período, encontraremos uno pujante que poco a poco va absorbiendo la característica del período y lo hemos llamado cardinal (que apunta a la característica del período en el que se ubica), uno fijo (que posee la característica propia del período en que está) y uno mutante (en proceso de cambio, dejando atrás la característica del período en el que está y tomando las características del período que se avecina).
Luego, el hombre observó las 12 casas o constelaciones zodiacales dándoles nombres y los planetas en el cielo que circulaban por ellas a veces hacia delante y otras veces hacia atrás o en retrogradación, lo cual le permitió configurar características más especificas, según cada caso que hizo coincidir con las características del nombre del planeta asociado al Dios mitológico correspondiente, generando las casas del zodiaco y dando origen a los domicilios, exaltaciones y una cantidad de términos más que permiten al hombre descripciones más detalladas de cada tipo. Y así, finalmente, el hombre creó todo un oficio, que nada tiene que ver con la adivinación, sino mas bien con leyes naturales que nos gobiernan y que desde el punto de vista de la armonía, nos permiten indicios sobre los distintos arquetipos humanos y el devenir de su actividad durante su vida, no es casual la afirmación tan trillada de que “todo está escrito bajo el cielo…”.
Coherentemente, a este oficio, el hombre lo llamó Astrología o lógica de los astros, que no es más que la descripción armónica del comportamiento humano, para ir en consonancia con el resto del Universo que habita, permitiéndole una guía para la búsqueda de la armonía, que las ciencias modernas, en su afán de análisis, han ido separando al hombre colocándolo en una posición ególatra de diferenciación con el resto del Universo, haciéndolo pensar que es único y separado de todo lo demás.
La Astrología no es más que una explicación de los arquetipos humanos, basada en la posición de los astros y la influencia que el hombre considera que tienen sobre su comportamiento potencial, más que ubicada en el comportamiento ante la incidencia de sucesos puntuales.
La Astrología es una ciencia orientada hacia la causa-efecto y no hacia la sustancia-accidente. Para la Astrología los sucesos son armónicos y por tanto son efectos, no son casuales y por tanto accidentes. La Astrología no describe sucesos, describe fenómenos, que suceden independientes de los actores que intervienen, pues suceden porque en un Universo armónico, las cosas tienen que suceder, porque lo hacen para mantener la armonía. Para la Astrología el suceso no acontece por casualidad, sucede porque el universo necesita mantener la armonía general y por tanto son un efecto, no hay forma de que sucesos así sean casuales o sean accidentes fortuitos.
La conciencia del hombre de estar imbuido en un ente superior no es ya fácil de alcanzar, pues dejamos atrás la razón primera y nos sumergimos en la razón segunda, engendrando en nosotros una pregunta; que habiendo hecho que avancemos en el conocimiento, nos ha alejado de la armonía primordial, una pregunta que representa la inquieta duda. Duda que no nos deja creer hasta no conocer, duda que nos aleja de la aceptación y que nos ubica en la postura ególatra de que somos diferentes, diferentes en raza, diferentes en tamaño, en lenguaje, en vestido, en origen, diferentes en cultura, diferencias todas que lejos de unirnos nos separan, nos aíslan, nos encierran en calabozos. Calabozos que inteligentemente tienen sus puertas abiertas, para que erróneamente pensemos que podemos salir de ellos cuando así lo decidamos, como si pudiéramos decidir. Esta terrible pregunta es: ¿Por qué?
Cuidado!. No es que no sea bueno aprender o que no sea bueno conocer, solo que no debemos ser esclavos de ese conocimiento. El imperio del conocimiento es engañoso y es un calabozo en el que entramos pues su puerta está abierta, pero que aun cuando el carcelero no la cierra, somos nosotros mismos los que la cerramos, pues conociendo nos sentimos seguros y las mieles de ese conocimiento nos atrapan, haciéndonos preferir cerrar la puerta tras nosotros, con lo que logramos dos objetivos, el primero evitar que nos saquen de allí y el segundo no dejar que otro entre en absurda postura egoísta y enceguecidos por la luz que emana del conocimiento no vemos que hay miles de calabozos, tantos como en una colmena, a cada uno de nosotros nos corresponde uno, así que de nada sirve cerrar la puerta, pues al que viene detrás le esperara siempre otra puerta abierta.
- Fuente: http://masoneriaysimbolismo.blogspot.com