lunes, 18 de junio de 2012

Cornelio Agripa: el alquimista feminista


Quizás no tan célebre como su contemporáneo Paracelso, Cornelio Agripa se ganó de todas maneras una envidiable reputación como alquimista a inicios del siglo XVI. En el tiempo de la vida de Agripa (1.486-1.535), en parte gracias a la difusión de ideas por vía de la imprenta, y en parte por el relajamiento del poder católico, la Alquimia y el esoterismo en general vivieron un período de resplandor. Pero menos conocido es el hecho de que Agripa escribió un tratado que hoy día calificaríamos sin ambages como de feminista, porque defiende la superioridad de la mujer frente al varón. Su título lo dice todo: "Sobre la nobleza y la preeminencia del sexo femenino" ("De nobilitate et praecellentia foeminei sexus").

Aunque publicada en 1.529, esta obra en realidad es un trabajo de juventud, dos décadas anterior. La existencia siempre errabunda de Cornelio Agripa tenía por escenario en ese 1.509 la ciudad de Dole, actualmente francesa, pero que en el siglo XVI era la capital del Franco Condado, que a su vez dependía del Sacro Imperio Romano Germánico, y que estaba bajo la regencia de una casi treintañera Margarita de Austria, hija de Carlos «el Temerario» y entonces ya tía de un niño que sería el futuro Carlos I de España y V de Alemania. Es a esta Margarita (seis años mayor que el propio Agripa) a quien el autor dedica su obra, probablemente con interés escondido, claro. De manera quizás sorprendente para un ocultista, aunque debe considerarse la época, por supuesto, Cornelio Agripa se basa principalmente en la Biblia, y en particular en el personaje de Eva, de quien parte diciendo que su nombre es, «Vida», en contraste con Adán cuyo nombre es «Tierra», anotando así un punto para las mujeres, ya que razona Agripa, el hombre fue creado antes del Paraíso y la mujer ya una vez dentro de éste, y por lo tanto, ella es el nexo último entre todas las criaturas vivientes. Además, Eva es inocente del pecado original en concepto de Agripa, porque la prohibición de no atiborrarse de manzanas era para Adán como criatura nacida fuera del Paraíso, no para ella. Y remata atacando la misoginia habitual en los teólogos, señalando que Dios ha dispuesto que la mujer quebrará la cabeza de la Serpiente (en la escena en que los echa del Paraíso, claro), y como ya sabemos que la Serpiente es el Demonio... (A Lutero le seguirá pareciendo bueno este argumento unos años después, pero misógino como era, no lo llevó hasta las últimas consecuencias de Agripa).


Agripa le atribuye a la mujer un papel esencial en la procreación, lo que hoy en día es obvio, pero para la época no, habida cuenta de que en ese tiempo primaba la opinión en contrario de nada menos que Aristóteles. Llega al extremo (erróneo, claro) de considerar la partenogénesis como algo frecuente en los animales. Se refiere a que María es la única que ha procreado siendo virgen, pero refiere leyendas turcas sobre islas en que las mujeres procrean fertilizadas por el viento. También le confiere superior valor a la relación de apego entre madres e hijos, por encima del simple deber de respeto que existe respecto de los padres.

Agripa no pierde el tiempo en loar a grandes mujeres como Lucrecia, la Samaritana del Evangelio, María Magdalena, santas como Clotilde, Hildebranda y Brígida, las amazonas y Juana de Arco. María, por su parte, es alabada como superior incluso al más superior de los hombres, mientras que Judas es peor que la peor de las mujeres. Claro, hubiera sido interesante conocer la opinión de Margarita de Austria respecto del libro y sus alabanzas hacia lo femenino, pero digamos en su beneficio que ella contó con el apoyo pertinaz de los optimates de sus dominios, los que gobernó sin el recurso habitual de las gobernantas en la época de anteponer un esposo o hijo títere para mandar a su través. Apenas llegó al trono español, su sobrino Carlos I se peleó con ella, pero pronto debió admitirla como un apoyo necesario, y de hecho Margarita de Austria fue uno de los grandes bastiones en que se apoyó la política continental de Carlos hasta la muerte de ella en 1.530. Todo lo contrario a lo que sucedió con su contemporáneo Lorenzo «el Joven», a quien Nicolás Maquiavelo dedicó su libro  "El Príncipe", y que lo mejor que hizo en vida fue morirse para que su tumba fuera adornada por las estatuas del gran Miguel Angel.

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