Desde el punto de vista estrictamente epistemológico, conviene establecer en primer lugar la diferencia entre Brujería y Hechicería, términos que si bien siguen siendo empleados indistintamente a modo de sinónimos por muchos aún hoy en día (incluyendo a algunos historiadores), responden, sin embargo, a dimensiones conceptuales diferentes. La Brujería es a todas luces una construcción teológica que adquiere un carácter propio en el período tardío medieval, mientras que la Hechicería es una categoría antropológica, vertebrada sobre ritos populares de ignoto origen.
Bien es cierto que las instancias jurídicas del poder regio y eclesistínástico, enfrentadas a ambos fenómenos en los siglos XVI y XVII, no advirtieron en absoluto dicha diferencia, obnubilados por su misión de “desterrar el mal” de la sociedad, “promotores” en gran parte de aquel Zeitgeist histérico que recorrió cómo un aire pestilente y criminal sendos territorios de aquella Europa del Norte de la Edad Moderna.
Ya quedaban lejos las palabras de San Pablo que consideraba simplemente “fábulas” a todo aquel asunto de las prácticas supersticiosas sin otorgarles importancia alguna: “Rechaza las fábulas profanas y los cuentos de viejas”, escribía San Pablo a su discípulo Timoteo (1 Timoteo 4:7, Biblia de Jerusalén). La cosa quedaba clara.
Como siempre, todo cambió con San Agustín, sin duda el ideólogo y arquitecto de los fundamentos teológicos de la Brujería. Fue el primero en concebir un esquema, un prototipo cristiano de la superstición, donde establece una nítida vinculación entre superstición y demonología. Para el insigne padre de la Iglesia, todo el arsenal de creencias en horóscopos, augurios, maleficios, amuletos de toda índole y las prácticas de tratamientos médicos contrarios a la ortodoxia médica imperante en aquel tiempo era sin duda obra del Maligno y debería ser condenado como tal. Planteamiento aquel que tendrá en la época que aquí nos interesa terribles consecuencias.
No obstante, durante la Alta Edad Media, el criterio de San Agustín respecto al binomio brujería-superstición fue bastante mitigado cuando no ignorado, véase si no el Canon episcopi del siglo X. En dicho documento se recogen las creencias populares acerca del “vuelo nocturno” de mujeres siervas del diablo, pero poco más. No existen persecuciones ni quemas de brujas a gran escala enla Alta Edad Media.
Habrá que esperar a Santo Tomás de Aquino para que las ideas de San Agustín vuelvan a recobrar fuerzas y actualidad. En su Summa Theologica, el Aquinate retoma la noción de superstición de San Agustín con más profundidad y matices. Por ejemplo, distingue entre «pacto tácito» y «pacto expreso» con el demonio. El primero traduce las prácticas que incluyen desde los augurios hasta la adivinación por sueños, mientras que el segundo es un pacto directo sin más preámbulos ni sortilegios. Por supuesto, ambos pactos debían de ser castigados. Ni que decir tiene que la sutil dialéctica del doctor Angélicus tendrá una considerable influencia en generaciones posteriores de teólogos.
Sin embargo, a pesar de estos elementos teológicos que paulatinamente van a conformar el estereotipo diabólico de la bruja, y de las veleidades papales como las de Gregorio IX, que en 1.233 admite la realidad del Sabbat; y las de Juan XXII, que en 1.326 autoriza la persecución de la brujería, el “asunto” no acababa de cuajar hondo en los estamentos eclesiásticos ni modificará sustanciadamente la actitud de la Iglesia Católica en su conjunto contra las brujas.
Todo cambió a finales del siglo XV. El 9 de diciembre de 1.484, el Papa Inocencio VIII publica la bula Summis desiderantes affectibus, en la cual insiste sobre la necesidad de extirpar la brujería por todos los medios. En 1.486, Institoris y Sprenger, dos inquisidores alemanes, publican en Estrasburgo su obra el Malleus maleficarum, cuya influencia será determinante a la hora de perseguir brujos y sobre todo brujas en todo Europa.
- Fuente: http://anatomiadelahistoria.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario